En un post anterior, que seguramente algunos de ustedes leyeron, hablaba de las capacidades de todas las personas, y hoy quiero desmitificar con humor otra visión de la realidad de las personas con discapacidad que también recupero de mi libro.
Hay un viejo prejuicio acerca de las personas con discapacidad. Las suponemos pobres gentes taciturnas que arrastran (o arrastramos, si gustan) un estigma de manera dogmática, seria, recia, triste, meditabunda...
Pues bien, mi pretensión consiste en desvelar al gran público que un buen pellizco de estas personas tiene un desarrollado sentido del humor, como cualquier otro ciudadano –cualquier otro ciudadano con sentido del humor, se entiende. Muchos de nosotros hemos asumido nuestra discapacidad y bromeamos sobre ella, aunque sea irreversible.
No nos duele, ni molesta, que alguien aluda a nuestra ceguera, lesión medular o hemiplejía porque, por algún extraño mecanismo mental, cuando estamos cerca de alguna de estas personas, nos ponemos muy trascendentes intentando ser correctísimos con el lenguaje. Pero la lengua no se pude constreñir, ni censurar. Por eso, de pronto, uno dice aquello de que “pasa más hambre que el perro de un ciego” cuando a menos de un metro hay un ciego, y se pone colorado. Pero si se fijan, el ciego habrá desabrochado una sonrisa.
Basta ya de que las personas con discapacidad solo aparezcan en los medios de comunicación cuando se ven envueltos en situaciones extremas o truculentas, como la de la mujer tetrapléjica que tuvo que esperar más de hora y media a que llegara un eurotaxi.
Fíjense. Si, pongo por caso, un discapacitado atropella a alguien, se destacará que era discapacitado, no que fuese ingeniero, o diputado, o vendedor de ‘El Corte Inglés’.
Pretendo ofrecer una cara más amable y natural del colectivo. Cuanto más y mejor se nos conozca, más y mejor se nos tendrá en cuenta para todo porque, como el resto, somos ciudadanos de pleno derecho (es decir, también pagamos impuestos, caramba).
El humor es, por tanto, un artículo apto para todo tipo de público (excepto para aquel que no tenga sentido del humor):
- Para los veteranos con discapacidad, con algunas anécdotas a sus espaldas, con las que se sienten identificados. La mayor parte son comunes a los que llevamos varios años acompañados de alguna discapacidad.
- Para los neófitos discapacitados a los que, aunque entiendo que los primeros meses son los más duros, con estas páginas quiero que sepan que no es tan fiero el león como lo pintan, o –como dice el poeta– “existe una felicidad libre de euforia”.
- Para toda la gente que nos conoce y para aquellos que nunca han cruzado dos palabras seguidas con un discapacitado. Seguro –ésa es mi intención– que en más de una línea de estas páginas desplegarán esa media luna tan sana como lumínica: la sonrisa.
Estamos en el siglo XXI. Es momento, pues, de que nos sorprenda que un ciego nos recomiende ver la última película de Woody Allen, de que un Parapléjico quiera venir con nosotros a los toros o al fútbol o de viaje, o de que un sordo nos invite a un concurso de cha-cha-chá. Hacemos la misma vida que el resto de los mortales: comemos en restaurantes, viajamos, conducimos, mantenemos relaciones sexuales... ¡y hasta nos reímos! porque el humor supone, en cierta forma, la victoria sobre la discapacidad.
Estamos acostumbrados a bromear sobre ello. Es cierto, como aseguraba Chumy Chúmez (que era ‘sordo de solemnidad’ como él mismo aclaraba), que hay discapacidades más proclives al choteo. Por ejemplo, los chistes de sordos o de ciegos abundan por doquier, pero no así los de tetrapléjicos, paralíticos cerebrales o personas con síndrome de Down. Tabúes ancestrales quizás sean la respuesta o un respeto mal entendido.
Pero si nosotros podemos reírnos de ciertas discapacidades, ¿por qué tendría que sorprendernos el que sean los propios conocedores de dicha discapacidad los que bromeen sobre ella?
Cuando alguien se resbala y se da un costalazo, ¿por qué a muchos de los que están mirando les da la risa? ¿Es que pretenden reírse del mal ajeno? No, si la situación es graciosa es graciosa, aunque al que se ha caído le duelan mucho las posaderas. Otra cosa es que le neguemos el auxilio de inmediato, eso ya no es gracioso, es una canallada.
Tenemos una mala costumbre: pasar del “pobrecillo” al “menudo Superman”. Y ni una cosa, ni otra. Si hay algo que a la mayoría de las personas con discapacidad no suele gustarles es la lástima que despiertan en algunos pacatos mentales. Proponemos desterrar el “¡pobrecillo...!” y tomar conciencia (que ya va siendo hora) de que sus capacidades, en muchos casos, superan a las de los demás. Ya me fastidia tener que insistir en que el hecho de que el que una persona sea sorda, o tenga esclerosis múltiple, o vea mal, no es sinónimo de idioticia. Es momento de pasar ya de la lástima. Ojo, tampoco nos vayamos al extremo contrario, a la admiración desmedida primero, porque es muy propio de los españoles seguir la ley del péndulo.
Segundo, porque cuando un discapacitado, ya integrado socialmente, comenta su actividad cotidiana a los que ignoran todo sobre sus capacidades y le dan por inútil (no útil), pasamos a ser vistos poco menos que como Superman.
Cualquiera de estas dos opiniones denota la falta de familiaridad con la discapacidad. Así pues, mi consejo es que actúen con absoluta normalidad y espontaneidad con las personas con discapacidad. Acérquense conózcalos interrelacione con ellos y la inclusión social de las mismas en la sociedad será mucho más sencilla y natural.
Francisco Vañó Ferre
Ex-Diputado Nacional por Toledo tras 4 Legislaturas y tener el honor de haber sido el Primer DIPUTADO EN SILLA DE RUEDAS.
Autor de «Perdone que no me levante»
Libro disponible en PDF para descarga gratuita