Recuerdo perfectamente el momento en que mi neurólogo me dio el diagnóstico. Ambos sabíamos por qué estaba yo allí.
Yo albergaba esperanzas de que fuera una falsa alarma, pues físicamente estaba muy bien, muy en forma, y lleno de energía.
Un temblor en mi bíceps derecho desde hacía unos meses y cierta torpeza en la mano, que atribuía al ejercicio físico que practicaba prácticamente a diario, eran los síntomas que me hicieron acudir al neurólogo a recomendación de una amiga, síntomas a los que no di la mínima importancia.
Pero ahí estaba, acompañado de mi Lourdes, dos meses después de que me hicieran todo tipo de pruebas para descartar cualquier otra patología.
Y pronunció la palabra temida: ELA. Zás.
-¿Cómo Stephen Hawkins?-le pregunté.
Un escalofrío me recorrió el espinazo mientras mi vago conocimiento del sonido ELA me recordó al científico británico.
Pues le van a dar a la ELA.
Eso es lo que me propuse.
Con todos los respetos, por supuesto, y sin ser tan ingenuo como para pensar que por decir eso iba a escapar de sus garras. Pero muy determinado a ponérselo difícil y, sobre todo, a pelear para que no doblegue mi ánimo ni mis ganas de seguir disfrutando de la vida.
Así me lo tomé, así me lo propuse y así sigo casi 6 años después.
Para mí, lo primero fue aceptarlo y ser consciente de que no hay a quien quejarse, de que no puedes quedarte lamentándote buscando una razón o un culpable.
Te ha tocado, chaval.
Punto.
Y ya puedes ir espabilando, pues de ti depende cómo quieras llevarlo…y también la manera en que los que te rodean, tus seres queridos, se vean afectados.
La parte física está en manos de la ELA, y podré hacer algo para intentar ralentizar el inexorable proceso -sin demasiadas garantías, lo sé- pero la parte anímica depende de mí.
Lo tengo claro desde el primer día.
He llorado mucho, por supuesto.
Cada vez que me he dado cuenta que se terminaba algo, como cuando surfeé mi última ola, perfectamente consciente de que lo era, o la última vez que esquié sabiendo que no lo volvería a hacer, o el día que, paseando a solas por la playa intenté iniciar una carrera y me di cuenta de que ya no podía correr, ni saltar, ni andar en bici, ni jugar al golf, ni cantar, ni silbar, ni hablar correctamente, ni masticar carne, ni ponerme en cuclillas…
Lloro y luego dejo de llorar.
También maldigo -para mis adentros, ya- y grito cada vez que noto que he bajado un peldaño más.
Y cambio el chip. Bueno, abandono ese chip y busco otro.
Y siempre encuentro uno.
También soy muy consciente de que, a pesar del detalle de la ELA, soy un tipo afortunado.
Para empezar, porque la variante que me ha tocado es la lenta.
Los afectados por ELA tienen una esperanza media de vida de 3 a 5 años desde el diagnóstico, y yo voy a cumplir 6 y aún soy autónomo en las tareas cotidianas. Vale, a cámara lentísima, pero desde que me levanto hasta que me acuesto aún hago vida normal. Con movimientos de anciano, pero normal. Y pretendo estirar el chicle al máximo.
Eso sí, no rechazo ayudas.
Y ahí es donde también soy muy afortunado.
Lourdes, mis hijos, mi padre, mis hermanos, el montón de extraordinarios amigos que tengo, entre todos me ayudan constantemente, me apoyan, están pendientes de mí.
Me quieren, al fin y al cabo. Y sentir eso es lo más valioso que existe en esta vida.
Entre todos fundamos la Asociación dalecandELA (www.dalecandela.org) en 2019 para darle candela a esta enfermedad y para transmitir alegría de vivir a pesar de los reveses de la vida, que no dejan de ser parte de la misma.
Si algo me ha enseñado esta vida es que he perdido cosas que jamás pensé perder para ganar otras que nunca pensé tener. O, si las tenía ya, no era tan consciente de ellas.
Y son las cosas que realmente valen la pena.
Familia, amistad, cariño, solidaridad, generosidad…amor.
Buen rollo.
Sentido del humor para reírme de mí mismo, de mi lentitud, de mis palabras ininteligibles, de mi renquear.
Y ganas de vivir y de disfrutar a pesar de las barreras que la ELA, a quien maldigo y reto a diario, me va poniendo.
Sin acritud, sin rendirme.
Saboreando cada momento, siendo consciente de que depende exclusivamente de mí la forma de gestionar este revés que me ha cambiado los planes de futuro que tenía. Apoyado por los míos y demostrando que su apoyo y su cariño no caen en saco roto, porque es lo que me hace seguir sonriendo a la vida.
Esta es mi experiencia. No quiero dar lecciones a nadie, solamente pretendo transmitir lo que a mí me funciona para vivir una vida plena y en positivo a pesar de tener ELA.
O cualquiera de los obstáculos que todos encontramos y encontraremos en nuestro transcurrir.
Para unos es la salud, para otros un traspiés económico o sentimental…o que ha perdido el equipo favorito. O todos a la vez.
Da igual.
Llora un poco, que llorar sienta muy bien, pero te secas las lágrimas, te limpias los mocos, espabilas, te levantas y buscas dónde y cómo disfrutar y sonreír, que lo hay. Por todos lados. No hace falta más que buscarlo, empezando en nuestro interior.
Es gratis.
Y muuuy guapo.
Jaime Lafita Bernar
Asociación dalecandELA
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